
Pocos géneros televisivos gozan de tanta popularidad y de tan mala reputación como la llamada telerrealidad, un (sub)género televisivo que lucha por quitarse etiquetas y ponerse medallas.
Paralelamente a lo que se denomina la edad de oro de la televisión, gracias al nacimiento de una nueva ficción arriesgada, valiente, innovadora y de calidad, hemos sido testigos de otro auge, el de un subgénero (¿mal?) llamado, telerrealidad. A su sombra, han nacido canales dedicados, en exclusiva, a estos formatos que nos muestran situaciones (presuntamente) reales y lo hacen aprovechándose de algunos instintos más o menos bajos, del ser humano, lease, la infinita curiosidad que todos llevamos dentro, principalmente, por la vida del vecino.
Si hace poco intentábamos averiguar si existía una burbuja en la ficción por el número casi excesivo de series de estreno, hoy nos toca pensar si también vivimos una sobredosis de telerrealidad. ¿Se les ha ido de la manos? ¿Se nos ha ido al espectador? Empecemos diciendo que la telerrealidad o factual, entretenimiento basado en hechos reales, es un género televisivo (esto tendríamos que hablarlo más despacio) cuyo origen se remonta a finales de la década de los 90, aunque es en el año 2000 cuando el programa Big Brother de la televisión holandesa irrumpe de manera brutal en el medio y se convierte en todo un fenómeno social (e internacional). Algo, por cierto, tremendamente difícil, digo lo de innovar en la pequeña pantalla, el santo grial de los «sufridos» programadores. Poco después, Supervivientes, programa que consiste en dejar a su suerte a un grupo de «aventureros» en una isla remota, rompía audiencias y consolidaba el género.
Casi 20 años después, la telerrealidad ha dado tanto de sí que ya existen canales que dedican su programación, toda su programación, al factual. Desde luego, y no lo digo yo, estos formatos no gozan de la mejor reputación. Los críticos aseguran que son una clara explotación del morbo, del sensacionalismo y para muchos, incluso una violación consentida, o no, de la intimidad. Sea como sea, funcionan, la mayoría de ellos son económicos, y eso es más que suficiente para que nadie del sector, les haga ascos.
Dentro de la telerrealidad, hay subgéneros (curioso si tenemos en cuenta que ya es un subgénero en si, o sea, que hablaríamos de un subgénero del subgénero…). Según los expertos, están los programas donde el espectador es un observador pasivo. Es decir, una cámara recoge las situaciones que se desarrollan sin entrometerse en la historia. También estarían los de cámara oculta. Los protagonistas desconocen que les están grabando. En nuestro país, esta práctica está prohibida tras una sentencia del Tribunal Constitucional que declaró “constitucionalmente prohibido” el uso de la cámara oculta en el ámbito periodístico, “independientemente de la relevancia pública del objeto de la investigación”. Un argumento protestado enérgicamente por profesionales que no entendían cómo los derechos del presunto delincuente prevalecían sobre el derecho a desvelar los delitos que cometía. Pero cuidado, hay versión amable. Los populares programas de bromas, donde personas anónimas, o famosas, se ven envueltas en situaciones surrealistas. Aquí tenemos la versión Inocente Inocente, donde las víctimas son personajes populares, y para evitar suspicacias, la finalidad es solidaria.
Pasamos a los concursos, y posiblemente, el talón de Aquiles del género. Sin duda, Gran Hermano es el rey y también el villano. Lo que en principio se convirtió en un experimento sociológico sobre cómo se relacionan un grupo de desconocidos entre sí, en un espacio cerrado, vigilado 24 horas al día por cámaras de televisión, ha ido degenerando edición tras edición, prácticamente en todas las versiones internacionales del programa, para convertirse en un escaparate donde personajes anónimos, tejen estrategias para ganar el premio final, que lejos del maletín del dinero, consiste en hacerse famoso y pasarse una temporada, o dos o tres… sin pegar un palo al agua. Si con ello hay que echar mano del sexo, de polémicas declaraciones, incluso de violencia verbal y hasta física, no hay problema. El fin justifica los medios. Su éxito, hoy en día, podría residir en el cotilla que llevamos dentro, en ese deseo irrefrenable de mirar, por un agujerito, lo que hace el vecino. Si además es en alta definición, el espacio es un casoplón, se luce palmito y tenemos momentos de alto voltaje, el círculo se cierra favorablemente.
La importancia de la telerrealidad irrumpió de tal manera que canales como MTV, que revolucionó no solo el mundo de la música, también el de la televisión, decidieron abandonar su línea editorial y dedicaron toda su programación a este género, creando mil formatos para su joven audiencia. Su carta es amplia y pasa por adolescentes embarazadas, padres que buscan novios a sus hijos, festivales ‘eroticofestivos’ -regados con alcohol- a cargo de un grupo de jóvenes musculosos, a quienes se les instala en una mansión playera, los hay de citas de un par de minutos, de vícitmas de acoso por las redes… Infinitas posibilidades. Porque el género parece infinito. Hay programas de casas de empeño, de subastas, de novias en busca de su traje perfecto, de venta de casas, de reformas de casas, de decoración de casas, de jardines… Curiosos los de venta de mansiones, puro masoquismo para el resto de mortales. Dedicados a la cocina hay otro porrón. Que si te salvo tu bar, tu restaurante, tus lentejas… Que si mira cómo pesco, cómo cazo, cómo viajo. Hay de deportes extremos, de magos, de mujeres ricas, de personas con sobrepeso, otras que quieren cambiar su rostro, los que viven en la selva, en la montaña, en una cueva… Todo parece valer y todo parece gustar.
Y aquí estamos. Empachados. Con falta de ideas y con un sentimiento inquietante de saturación. Por mucho que me guste la paella, comerla cada día, resulta insoportable. Por mucho que nos atraigan con vueltas de tuerca, donde el cebo reside, por ejemplo, en cuerpos desnudos en busca del amor (lo de pixelar genitales en un programa basado en ir en pelotas no deja de ser chocante), el tema parece axfisiante. Si además, le añades la repetición machacona de los programas, el aire televisivo de estos nuevos canales, se vuelve casi irrespirable. Y si le añadimos la poca credibilidad de algunos de estos espacios donde la historia es guionizada hasta el límite, el espectador, que de tonto ya no tiene ni un pelo, huye espantado o se queda, pero para disfrutarlo como si aquello fuera una comedia disparatada.
He preguntado a varios expertos, que los hay, y me aseguran unánimemente que el género está para quedarse, al igual que los concursos o los informativos, que periódicamente habrá pelotazos que lo vuelvan a poner en primera línea, y que la industria que se dedica a ello, es tan poderosa como la que hace ficción. Y en lugar de tranquilizarme, me ha dado un escalofrío incómodo.
Que la imaginación es una fuente inagotable parece ser una frase menos contundente hoy en día que hace algunos años. Que la realidad supera a la ficción, en cambio, sigue vigente. Entiendo entonces que la combinación de imaginación y realidad traerá la renovación del género. Lo que me inquieta es saber si alguien conoce la mezcla perfecta. Lo digo porque para hacer una buena tortilla de patatas, se necesitan huevos y patatas, y, sin embargo, no hay dos tortillas iguales. Mi abuela era implacable en una cosa. Siempre me decía que era imprescindible usar buenos huevos y buenas patatas. Ah, entonces tendremos que echar mano de una buena imaginación y de una buena realidad. Y aquí vuelve el escalofrío…
Javier Ateca
@columnazero