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Una reflexión de Enrique Arnaldos para ColumnaZero.

A todos nos apena la muerte y celebramos la vida. Un cumpleaños es sinónimo de felicidad, y el luto supone la más amarga de las tristezas. El miedo al fin de la existencia atemoriza al ser humano desde que tiene consciencia de la levedad de su ser, y levantarse cada mañana, es (aunque se nos olvide una y otra vez) el regalo más preciado que puede recibir cualquiera.

Y es que cuánto se agrava el dolor, la frustración, cuanto más es terrible la muerte, cuando sucede como consecuencia del robo de una vida a manos de otro. ¿Y cuándo se mata por ideas? ¿Y por venganza? Por no hablar del simple capricho y demás esquizofrenias autodestructivas y espeluznantes que sufren algunos habitantes de la tierra, y que se cobran sus víctimas en esta misma hora en que unos vivimos y otros mueren.

Me van a perdonar si puedo imaginarme conductas mucho más terroríficas que la del agresor neo-nazi en París (aparte de su condición como tal, pero, como pretendo explicar, eso es otro tema) puesto que de acuerdo con los datos oficiales, a falta de una instrucción concluyente, la muerte del pobre chaval es el resultado de algunos puñetazos y su posterior caída.

¿Acaso he perdido el juicio? Todo lo contrario. El homicida (imprudente o doloso, según la valoración del error en golpe que haya de hacer el magistrado que le toque en su día) no es el primero ni el último que, en trifulcas entre los dos bandos de esta guerra urbana anticuada y casposa, se lleva por delante a una persona. Y más aún, definitivamente no es el primero que da un puñetazo. Ni dos, ni tres. ¿O quiere venir a decirme alguien que en las riñas entre los neo-nazis y los antifascistas unos pegan y los otros les responden con dos caricias y un te quiero?

Algunos pensarán, “si, pero es que estar en contra del fascismo no es formar parte de un grupo violento de extrema izquierda”. Y yo les digo que está claro, pero que dentro de las personas que están contra el fascismo, existen grupos extremistas y violentos, cuya vestimenta, propaganda y externalización de odio hacia un objetivo determinado, se antoja confundible en ciertas ocasiones.

Independientemente de la ideología que la sostenga y las simpatías o aversiones que la misma produzca, si vamos a condenar la violencia, condenémosla para todos y para siempre; sea el homicidio de un joven descarnado a manos de un nazi, o el de Osama Bin Laden por cuenta de la Casa Blanca. Porque nadie es quién para arrebatarle el regalo de vivir a otro, sin reservas de ningún tipo. La muerte del joven antifascista francés es una auténtica pena. Es una desgracia y un infortunio. Pero no se equivoquen: toda muerte es lúgubre (y más si cabe la de un joven); pero no porque sea la víctima antifascista, y el homicida neo-nazi. No caigan en la trampa, miren hacia el hemisferio sur, y no dejen de darse cuenta de que las manifestaciones de dolor por la muerte de un ser querido no deberían tener ni uniformes, ni banderas; ni puños levantados, ni manos alzadas. Deberían tener lágrimas y abrazos. Nada más.

Enrique Arnaldos Orts

@EnriqueArnaldos

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