Oficialmente, la primavera ya está instalada en Madrid. Los que vivimos en la capital de -¡CUÁDRENSE!- España lo sabemos por tres razones: 1) los recortes que más saltan a la vista no son los de Sanidad o Educación, sino los de las faldas; 2) los japoneses, con sus cámaras Nikon y sus sombreros blancos, nos invaden, nos fotografían y nos compran, y 3) afloran, como las margaritas, las amapolas y los escotes, las terrazas de Madrid.
Camino por el paseo de Rosales sin encontrarme con Anson o con Pilar del Castillo, que me han dicho que viven por ahí, con el objetivo de sentarme en una terraza, tomarme una cerveza fresca y terminar de leerme el Londres de Julio Camba. En misiones más difíciles me he embarcado. En estos días, en Madrid hay tantas terrazas como palomas, aunque estas superan en número a aquellos seres humanos que hacemos uso de ellas -de las terrazas, no de las palomas, se entiende-. La paloma es el animal de compañía permanente, el accesorio molesto por el que no se paga y que te pide de comer incansablemente.
Terrazas en Rosales, en Martín de los Heros, en la Plaza del Dos de Mayo, en Alberto Aguilera, en el Paseo de la Castellana, en la Plaza Mayor o en la Plaza de Oriente. La geografía madrileña es invadida por las mesas y las sillas de plástico o de metal, por los servilleteros, por los ingleses que empiezan a teñir su piel de color gamba y por las cáscaras de pipas. Las retinas del madrileño, del forastero, del guiri y hasta del vagabundo ansían contemplar este paisaje, ocupar las localidades y pedirse algo. El cuerpo y el termómetro piden saciar la sed y el demonio, la tradición o el capitalismo, en este caso, te permiten saciar la tentación de un modo facilón y por cuatro perras, dependiendo del sitio, claro está. El consumidor paga el plus de beber en la calle cumpliendo la ley; también se puede uno tajar en el medio incumpliendo las leyes, o sea, haciendo botellón, pero el precio que uno tiene que apoquinar en caso de que se le aparezcan, como las gemelas de El resplandor, una pareja de guardias civiles, es mucho mayor y más molesto.
Las terrazas que triunfan son las que ponen tapa, aunque el manjar madrileño dista mucho del que es, por ejemplo, habitual en ciudades como Granada o Bilbao. Una tapa digna es difícil de conseguir en Madrid. “Cerveza más tapa, en terraza, por tres euros” anuncian, habitualmente, los carteles de los bares. Pides la cerveza, te sientas a la espera de la tapa y, finalmente, te ponen un plato de patatas marca Carrefour, de sabor nulo y textura chiclosa. En muchas ocasiones, si te ponen aceitunas, hasta tienes que dar las gracias. Y si quieres algo más sofisticado, ráscate el bolsillo. “Esto no es la calle Navas” -mis amigos granadinos sabrán por donde voy-.
Camino por Rosales, decía. El bar de Fulano anuncia, en un poste, que te puedes sentar en su terraza, pedirte una caña, tomarte una tapa de ensaladilla rusa y disfrutar del sol del equinoccio, todo ello, por dos euros. No se me ocurre, en estos momentos, mejor definición para el término “felicidad”. Lo del equinoccio me mata -para bien- y acepto la oferta. Leo a Camba y rezo a los dioses porque no me cague una paloma.
Jesús Úbeda / @jfubeda89
Es verdad que Madrid siempre se llena de terrazas en verano. A mí me gusta mucho la de Lucca, tiene unas mesas de madera muy bonitas y grandes toldos para protegerte del sol. La comida es Italia y está muy buena.