Los Juegos Olímpicos tienen un ligero parecido con las cartas navideñas a los Reyes Magos. Los políticos desean, a toda costa, que su candidatura para albergarlos sea seleccionada, y nosotros, los espectadores, nos aficionamos durante un par de semanas a deportes por los que probablemente no volveremos a mostrar ni el más mínimo interés hasta dentro de otros 4 años.
Aprovechando que estos días los miembros del Comité Olímpico Internacional visitan España para evaluar la candidatura de Madrid 2020, parece un buen momento para preguntarnos cuales son los beneficios y los costes, a corto y largo plazo, de albergar un evento deportivo de tal magnitud.
En el corto plazo
Ser seleccionada como ciudad organizadora de unos Juegos Olímpicos genera dos beneficios inmediatos que son indiscutibles. Por un lado, una sensación psicológica de orgullo colectivo que, como el amor de una madre, es difícil de cuantificar. Por otro, con dos tercios de la población mundial como potenciales espectadores de la ceremonia de inauguración, una posibilidad de publicidad del país y de la ciudad sin igual.
Al margen de estos dos aspectos concretos, que no se deben menospreciar, el resto de los teóricos beneficios sobre el turismo, el empleo y las arcas públicas son dudosos o, al menos, inciertos. Pero vayamos por partes.
Parece lógico pensar que un evento de estas características, con una repercusión mundial, genere un movimiento de personas interesadas en asistir presencialmente a los Juegos o en visitar la ciudad durante esas fechas. De producirse este incremento en el turismo, tanto los hoteleros, como las agencias de viajes, los propietarios de bares, restaurantes y comercios, verían aumentados sus ingresos como consecuencia del incremento en la demanda. No obstante, un estudio econométrico realizado tras las olimpiadas de Atlanta 96 con datos mensuales sobre ocupación hotelera, consumo y tráfico aéreo demostró que la única variable que había experimentado un incremento significativo era el precio de las habitaciones de hotel. Por lo que el impacto sobre el consumo en general fue nulo.
¿Es que los turistas no gastan? La respuesta puede que sea más pesimista y que la encontremos en Atenas 04 y en los Juegos Olímpicos de invierno de Salt Lake City 2002. En 2004, los datos oficiales de Grecia mostraban un descenso del 10% en el número de turistas que visitaron Atenas. Es difícil calcular que porcentaje se debe exclusivamente a la celebración de las olimpiadas, pero una encuesta realizada en 2001 por el estado de Utah a los esquiadores, reflejaba que el 50% de los no-residentes tenían la intención de no repetir destino turístico el invierno siguiente por miedo a las congestiones de gente y al incremento de los precios.
Por lo que respecta al empleo, las primeras estimaciones oficiales calculan que las Olimpiadas generarían 83.000 nuevos puestos de trabajo directo, lo cual en la actual coyuntura del mercado laboral es algo parecido al maná. De lo que no existen datos todavía es de la tasa de temporalidad de los nuevos 83 000 empleos y de si seguirá vigente el “pan para hoy hambre para mañana”.
En el largo plazo
La primera de las preguntas que debemos responder a la hora de analizar el efecto en el largo plazo de la celebración de unos JJGG es irremediablemente ¿Cuánto nos van a costar? La previsión oficial actual es que el total de la inversión necesaria ascenderá durante los próximos 8 años a 1.500 millones de euros. Aunque la cifra a primera vista quita el hipo, no parece muy elevada si la comparamos con los 14.000 millones de euros que le costó a la ciudad de Londres las olimpiadas del verano pasado, o los 12.500 millones de Atenas. La cuestión, y aquí viene la parte espinosa, es que la estimación oficial de gasto para Londres 2012 y Atenas 2004 en el momento de presentar la candidatura era de 1.400 y 1.300 millones de euros respectivamente.
Llega hasta tal punto la falta de previsión, y quiero pensar que es un problema de previsión y no despilfarro, que la ciudad de Montreal, que albergó los juegos en 1976, terminó de pagar su deuda nada más y nada menos que en el año 2005. La deuda de Montreal era de 2.000 millones, mientras que la que dejó Barcelona 92 a las arcas públicas superaba los 4.500 millones de euros. Haga usted los cálculos.
No obstante, y al margen de la cantidad a la que finalmente podría ascender, la cifra tiene un pequeño truco. Y es que, no tiene en cuenta el gasto que ya se realizó para la candidatura del 2012 y del 2016.
Es cierto que todo este gasto no proviene directamente del tesoro público, sino que parte está subvencionado por sponsors y empresas privadas, y que además es inversión que redunda en mejoras de las infraestructuras de transporte, en nuevas construcciones de edificios, etc. Pero no deja de ser menos cierto, que uno de los puntos fuertes de la candidatura de Madrid es que ya cuenta con el 80% de las infraestructuras para albergar los acontecimientos deportivos y con unos excelentes medios de comunicación, por lo que todo se resume en un problema de intentar hallar el coste de oportunidad, o lo que es lo mismo, en que podría emplearse todo esa inversión, o al menos el porcentaje que saldría directamente de las cuentas públicas, si Madrid no albergara los Juegos.
¿Se le ocurre que hacer con 1.500 millones de euros? La solución, de nuevo, puede pasar por mirar más allá de nuestras fronteras. Concretamente al gobierno italiano, que en Febrero del año pasado decidió retirar la candidatura de Roma ante la más que probable dificultad de avalar el desembolso económico que supondría su organización.
Como decía al principio de todo, la celebración de unos Juegos Olímpicos se asemeja más de lo que parece con una carta a los Reyes Magos. La crisis también le afecta, y la pregunta “¿te mereces este capricho?” ha cambiado al “¿Nos lo podemos permitir?”
A.Keine Käse