
Nació en San Francisco un 31 de mayo de 1930, pero pareciera que Dios, de haberlo, lo hubiese colocado en mitad del desierto como un niño coloca su vaquero en el fuerte de Playmobil, ya con el poncho, el sombrero y la mirada que le convertirían en el antihéroe más paradigmático del spaghetti western.
Bajo la dirección de Sergio Leone, Clint Eastwood hizo de la Trilogía del Dólar (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; y El bueno, el feo y el malo, 1966) el invernáculo de una ambigüedad moral que le ha acompañado a lo largo de toda su carrera. “Me cansé de interpretar a un buen tipo, el héroe que besa ancianitas y perros y era amable con todo el mundo. Decidí que era el momento de ser un antihéroe”.
El paso a la dirección no fue fácil y hubieron de pasar numerosos títulos hasta que la limpieza estilística de Eastwood comenzara a digerirse como maestría clasicista en lugar de como vacuidad. Sin embargo, a pesar del éxito, el cine del californiano no ha escapado nunca al juicio ideológico por parte de la crítica, sea por sus implicaciones, directas o indirectas, en la política, o por el constante pulso moral que sus películas mantienen con la realidad estadounidense. En cualquier caso, y reinventando a Einstein, los prejuicios, se demuestra estreno tras estreno, son más difíciles de obviar que un pelo en la sopa.
Imagen mental recurrente de Clint Eastwood: tipo duro, mujeriego y republicano. De lo primero hablarán quienes sepan, de lo segundo hablan los ocho hijos que tiene de seis mujeres diferentes, y de lo tercero habla su largo historial con el Partido Republicano: apoyo a las candidaturas a la presidencia de Dwight D. Eisenhower (1952), de Richard Nixon (1968 y 1972 y a quien calificaría como un hombre duro y necesario para dirigir el mundo hacia su meta), de John McCain (2008) o de Mitt Rommey (2012), entre muchos otros. El estereotipo, por desgracia para los amantes de la certeza y la etiqueta, vuela con el viento que levantan sus películas. Porque cuando se trata de votar, el libertarismo que lleva por bandera cae hacia la derecha, sobre los hombros de su conservadurismo económico. Pero cuando se trata de filmar, el progresismo de los derechos civiles resplandece como una inesperada llama en mitad de una cascada.
El individuo y su libertad se materializan en las cintas de Eastwood en forma de hombres desenchufados de la vida, perdidos en el fracaso del sueño americano, pero poseedores siempre de un último golpe de humanismo. El vínculo emocional, cercano y prieto, se eleva por encima de los grandes movimientos de pensamiento. El predicador de El jinete pálido (1985) que defiende a los colonos americanos de los explotadores de las minas de oro. William Munny, de Sin Perdón (1992), símbolo de la reinserción moral y emocional (su mujer, sus hijos, su buen amigo Ned Logan) que pelea contra el despotismo de un sheriff sin compasión. El periodista de Ejecución inminente (1999) que deja al descubierto las vergüenzas de la pena de muerte. El entrenador de Million Dollar Baby (2004) que practica la eutanasia sacudido por el amor paternal y no por las convicciones ideológicas. El veterano de la Guerra de Corea de Gran Torino (2008) que sacrifica su vida por ayudar a unos inmigrantes asiáticos que llegan al barrio a causa de la transformación demográfica que viven los Estados Unidos. El Francotirador (2014), vástago de una guerra sin sentido. Siempre hay, en el cine de Eastwood, una mirada tierna hacia los personajes que sobreviven bajo los techos en llamas.
Todo esto, pero también su oposición al intervencionismo militar en Corea, Vietnam, Afganistán o Irak, a la tenencia descontrolada de armas (“¿Por qué podría nadie necesitar o querer un arma de asalto?”), a la indiferencia hacia los recursos medioambientales y energéticos, o a la restricción de la libre circulación de ciudadanos entre países, es considerado desde dos ópticas diferentes. Así, existen dos tipos de Clint Eastwood:
- El Clint Eastwood auténtico que no somete su pensamiento a ningún discurso cerrado, sino que posa su cámara sobre las costuras de los Estados Unidos con autenticidad y genialidad divina.
- El Clint Eastwood reaccionario que disfraza su cine de ideas progresistas que encajen mejor con el paladar de la crítica pero que esconde un pensamiento machista, racista y probélico.
Hay, sin embargo, curiosamente, tres tipos de espectadores: los creyentes del primer Eastwood, los creyentes del segundo (que han encontrado en El Francotirador la punta de lanza definitiva de su aversión) y aquellos a quienes no les importan las aparentes contradicciones del de San Francisco y se toman la sopa sin quitar el pelo. Los dos primeros tienen algo en común: ven lo que quieren ver, se hacen las preguntas que se quieren hacer y encuentran en sus películas las respuestas que necesitan encontrar. A los últimos, ese tercer tipo, les pasa como al propio Eastwood y a sus mejores personajes, que cuando observan el mundo (a través de su cine) y emprenden su libre e inalienable acto de justicia, la única pregunta que les inquieta es:
“¿Quién es el dueño de esta pocilga?”
Sin Perdón, 1992.
Juan Antonio Navarro Cádiz
@columnazerocine