
La elección de este nuevo proyecto del director de Birdman (2014) y Amores Perros (2000), Alejandro González Iñárritu, no deja de ser sorprendente habida cuenta de la carrera del director mexicano, plagada de odas al existencialismo -algunas de ellas muy aburridas- realizadas con un estilo visual que a veces peca de efectista. No obstante, Iñárritu siempre contó con el favor de Hollywood; desde su segunda película -21 gramos (2003)- la industria norteamericana le abrió sus puertas, llegando a realizar desde entonces todos sus trabajos en EE.UU. -la única excepción sería su película protagonizada por Javier Bardem, Biutiful (2010)-. Si la gloriosa culminación de este viaje al otro lado del Río Bravo fue la oscarizada Birdman , su siguiente proyecto es cuanto menos una singularidad dentro, no sólo de su carrera, sino del panorama actual del cine de estreno. El Renacido nace con el objeto y vocación de ser un proto-western canónico pero con un componente de acción tan inverosímil como fascinante, una inmensa aventura ambientada en el primer siglo de la conquista y colonización de Estados Unidos.
No hay demasiados guiños históricos en El Renacido, todo el guión podría ficcionarse sin que realmente contásemos con una pequeña parte historicista relativa a las guerras de las tribus indias con los colonos blancos, el corazón de la historia está en su protagonista, el trampero y explorador Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), un hombre que se ve arrastrado a una mortal e interminable aventura sin fin en un entorno que por su belleza ya es apabullante, y por el trabajo de cinematografía que realiza el director de fotografía Emmanuel Lubezki, que resulta realmente cercano al público. La dirección de Alejandro González Iñarritu y la cinematografía de Emmanuel Lubezki se ceba en las profundidades de campo que ofrecen los vastos paisajes y parajes naturales donde tiene lugar la historia; el casi omnipresente color blanco de la nieve realza las tonalidades grises y azules del resto del paisaje retratadas con una inmensa precisión técnica, inquietante y perturbador retrato de la solemnidad de la naturaleza y de la pequeñez del ser humano.
Que el trabajo (físico) realizado en El Renacido por los actores ha sido colosal, no se pone en duda a tenor de lo visto en la pantalla, no sólo por Leonardo DiCaprio, también por su némesis, el trampero John Fitzgerald (Tom Hardy); ambos realizan un extraordinario esfuerzo físico -DiCaprio en esto demuestra ser un apuesta seguro para futuros títulos de acción- que lamentablemente no se ve compensado por unas líneas de diálogo brillantes, ni tan siquiera emotivas, dejando este sentimiento en manos en una sed de venganza que será el principal motor y piedra de toque de El Renacido. El preciosismo de las imágenes de El Renacido, sus laboriosas y efectivas secuencias -por recordar sólo una entre muchas, nos quedamos con el ataque del oso a Glass- no remedian el eco de una vacuidad que se deja notar en muchos momentos de los 153 minutos de metraje, especialmente por unas secuencias oníricas que parecen copiadas, y mal, de Gladiator (2000).
Con El Renacido, Alejandro González Iñarritu ha ejecutado un preciso y extenso fresco sobre lo que hay de telúrico en una tierra salvaje y en el espíritu humano; su obra es precisa, expresiva y técnicamente impecable, difícil de olvidar si el espectador disfruta de esta experiencia en un cine. Al mismo tiempo, este título de carece de la personalidad de otras películas precedentes que sin ser tan espectaculares, han hallado en la epopeya de la vida salvaje un viaje expedicionario al interior del corazón de aquellos tramperos y rastreadores que deciden, por convicción, que permanecerán en compañía de la naturaleza hasta el día de su muerte.
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Alfredo Paniagua
@columnazero