
Festín de risa ligera.
En el festival de San Sebastián no escasea el bullicio. La cantidad de títulos suculentos servidos a orillas del Mar Cantábrico abren el apetito a comensales procedentes de medio mundo. Los miembros de la industria esperan turno, los periodistas forman en fila y los espectadores acuden a los cines provistos de una manta y una muda limpia. Nadie escapa a la concurrencia, pues la concurrencia somos todos, como dicen desde el Ministerio de Hacienda. Y en mitad del estrépito es complicado destacar, del mismo modo que en una cocina humeante no resulta fácil encontrar el mango de la sartén. Pero existen platos tan coloridos que concentran la mirada de todos los presentes y películas que generan tanta expectación que hasta la estatua que corona el Monte Urgull lamenta no estar mejor ubicada.
Mi gran noche es todo aquello que un amante del cine de Álex de la Iglesia espera encontrar y por tanto todo aquello que un detractor procura eludir. En la hora y media de duración del film no rige otra norma que el exceso. La diversidad de tramas compone una red narrativa que envuelve a los espectadores desde el primer minuto y los induce a un trance frenético, donde las sensaciones oscilan entre la alucinación y la asfixia. Los gags, demenciales desde el inicio, progresan sin descanso hasta que la frontera del ridículo desaparece del espejo retrovisor. Y la música aturde en la misma medida a los espectadores y a los protagonistas de la película, un grupo de artistas, técnicos y figurantes condenados a permanecer en un plato de televisión con una sonrisa artificial en la boca y un aplauso histérico en las manos. Sin bebida que suavice el mal trago -dado que el alcohol es puro atrezzo- y sin otra persona a la que recurrir que un regidor que bordea el infarto de miocardio. Una suerte de penitencia eterna en pleno éxtasis de la modernidad.
La película pretende ser una parodia del medio televisivo y en especial de las galas que copaban la programación en la década de los noventa, pero el esperpento concebido por Álex de la Iglesia incide tanto en el humor pueril que uno no logra percibir si la realidad ha sido enfrentada a un espejo cóncavo, convexo o recto como el muro de una catedral. El director vasco disfruta tanto con el humor absurdo que prescinde de la matemática del esperpento, de forma que el componente satírico del film queda diluido. El espíritu crítico de la película tarda escasos minutos en padecer un exorcismo y ser suplantado por espectro de la frivolidad. No obstante, la diversión del público que disfruta de la risa ligera no sufre las consecuencias.
Y puestos a disfrutar el festín es apoteósico: Raphael convertido en un Darth Vader folclórico, Mario Casas luciendo melena rubia y siendo acosado por fanáticas que desean poseer unas gotas de su semen, Blanca Suarez en la piel de una chica adorable que provoca toda clase de fatalidades, Carlos Areces ansioso por consumar una venganza y Carmen Machi como la directora de la orquesta televisiva. Una comunidad de seres vanidosos, viciosos y coléricos convocados en un polígono industrial surtido de luces, de cámaras y de acción. Todo narrado a un ritmo tan convulso que tras el pase de prensa las olas del mar rompían en la Playa de la Concha con una lentitud asombrosa. Si en Birdman (2014) un batería solitario marca el tempo de los acontecimientos, en Mi gran noche el tempo viene dictado por una versión electrónica de Escándalo.
De ser Álex de la Iglesia un chef, Mi gran noche sería un plato elaborado con materia prima nacional, un cerdo ibérico servido con pimentón picante y cubierto con un glaseado de cocaína. Nadie duda del sabor explosivo de la carne tras el primer bocado, pero la digestión no es apta para estómagos sensibles.
Adrián Abril (@PublioElio_)
@ColumnaZeroCine
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[…] sencillo y honesto. Mientras tanto, en las antípodas de la sobriedad, Álex de la Iglesia estrenó Mi gran noche, una comedia esperpéntica sobre el medio televisivo, sustentada por un denso entramado de sucesos […]