Niños de papá del Hip Hop, Chicas Malas en versión B-boy.
Product placement es eso que se hace en La batalla del año (2013). Ha batallado por ser la película que más marcas incluye, y en mi imaginario reciente, ha ganado el título. Tomando la sobreabundancia de marcas que, bien intencionadamente, se cuelan en la pantalla, se podría decir que estamos ante un escaparate, más que ante una pantalla. La subordinación del arte a la industria, bien puede reflejar las necesidades de financiación que puede estar atravesando la industria (¿la hollywodiense? Lo dudo), pero esto no puede llevarnos a prostituir al cine a cambio de unas monedas que paguen su coste.
Tomando esta prostitución como premisa, he aquí el problema por excelencia que viene a desmerecer cierto cine comercial bajo el que se enmarca La batalla del año: el exceso y la dilatación. La ficción se vuelve extremamente ficticia, lo que significa increíble dentro de los propios límites de credulidad en los que se adscribe cada film. Una película de superhéroes admite creíbles los poderes así como que puedan salvar a la humanidad o a la chica guapa. En una película de jóvenes ególatras convirtiéndose en equipo, los límites de la credulidad se asocian a nuestra realidad inmediata y por lo tanto, sobrepasarla provoca una disonancia radical.
La cultura Hip Hop es paradójicamente su punto más flojo. Se recoge sin éxito una subcultura con el fin de traerla al público de masas. En este proceso, el filme fracasa por los elitismos que se adscriben al Hip Hop, olvidando sus orígenes, ya que se centra en el espectáculo que se ha creado del mismo. Aquellos jóvenes latinos y afroamericanos del Bronx y Harlem nunca existieron. La herencia de los años setenta es borrada a favor del Hip Hop como tendencia. Los estadounidenses fueron quienes inventaron el Hip Hop, nunca aquellos jóvenes inmigrantes o hijos de inmigrantes excluidos por la sociedad norteamericana.
Por si fuese poco este desplazamiento hacia la élite y la espectacularización de una subcultura, los roles no le hacen ningún favor a la película. Tan manida es la psicología de los personajes que sorprende encontrarla. Dejando de un lado, la costumbre de incorporar bonachones judíos en las películas de Hollywood, ese entrenador exigente no es nada nuevo. Spiceworld (1997), sí, la película de las Spice Girls, ya contaba con un instructor del estilo. Una panda de niños malcriados tampoco es ninguna novedad, Chicas malas (2004) también lo eran. Aburre tener que decirlo. ¿Un homosexual y un homófobo que se terminan haciendo amigos? ¿De verdad?
Pedazo a pedazo, la película se cae por su propio peso. Además, resulta imposible no pensar que La batalla del año se aprovecha del Hip Hop como la moda renovada que es. Por otra parte, ¿es realmente necesario tanto metraje para tan poco? Benson Lee ha tirado ciento nueve minutos a la basura, cuando son muchos los que se pegarían por tener una oportunidad en la industria. Eso sí, por el número de patrocinadores, supongo que el gasto ya estará amortizado.
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Alverto Sánchez (@alberisonline)
@Columnazerocine