CRÍTICA CINE: JIMMY’S HALL

Una crítica de Thara Báez para ColumnaZero Cine.
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Una crítica de Thara Báez para ColumnaZero Cine.

Inspirada en la vida de Jimmy Granton y ambientada en la Irlanda Central, Ken Loach regresa a las pantallas con otra cinta que, como acostumbra en toda su filmografía, contiene una indudable carga política. El director de Tierra y libertad (1995) o El Viento que agita la cebada (2006), se centra ahora en la figura de un activista comunista que se convirtió en el único deportado político de la República Irlandesa de la historia.

La película arranca en 1932, fecha en la que Granton decide volver de su exilio en Estados Unidos a su pequeño pueblo irlandés, Leitrim, para retomar las riendas de la granja familiar, sostenida ahora por su anciana madre, en la que tiene más enemigos que amigos.

El regreso de Granton provoca reacciones diversas entre los ciudadanos de Leitrim. La mayoría apuesta que no aguantará allí demasiado tiempo, acostumbrado a la cosmopolita y culta Nueva York, dominada en los años cuarenta por la cultura del jazz, que empieza a unir a negros y blancos en diferentes locales de la ciudad. Sin embargo, Jimmy asegura que prefiere la dura vida del campo del “culo mojado y los pies fríos” a tener que soportar los gritos de un patrón.

Entre los jóvenes, la figura de Granton es recordada porque, según cuentan sus padres y abuelos, Jimmy tenía un local donde se bailaba y se enseñaban diferentes disciplinas artísticas; un espacio de ocio para un marco tan rural y apacible; un soplo de aire fresco y diversión, pero también de revolución. El recuerdo de aquel salón flota incesantemente sobre las cabezas de los desesperanzados jóvenes irlandeses, jóvenes sin futuro ni trabajo, sin posibilidades de emigrar a América por el endurecimiento de las leyes de inmigración.

Multitud de flashbacks (un recurso del que, en ocasiones, abusa demasiado), recuerdan la época dorada del local de Jimmy, diez años atrás, hasta que aparecen las críticas de los terratenientes y la Iglesia, que poseía el dominio de la enseñanza y no toleraba que se educara a su pueblo fuera de sus rígidas instituciones. En plena clase de gaélico, las autoridades irrumpen en el local ejerciendo un abuso absoluto de poder y detienen a Jimmy, quien decide partir a Estados Unidos, no sin antes pedirle a Oonagh (Simone Kirby), el amor de su vida, que le acompañe. Ella está a cargo de la granja familiar y de sus dos progenitores, y Jimmy tiene que marcharse sin ella.

La historia de amor entre Oonagh (que cuando Jimmy regresa ya es una mujer casada y con dos hijos) y Granton resulta tremendamente estereotipada y no demasiado profunda. Provoca además la sensación de que se incluye en el guión para añadir un toque algo más comercial al film; una de esas historias imposibles que son siempre un gancho para ciertos espectadores. Aun así, hay que destacar que la interpretación de Simone Kirby es uno de los elementos más destacables de la cinta, junto con el resto del mayoritariamente deconocido reparto. También la buena labor de Barry Ward como Jimmy Granton, quien mantiene prácticamente todo el peso de la película, representando perfectamente el carisma y el poder de liderazgo de Granton.

Sin embargo, el personaje resulta a veces excesivamente carismático, como si representara en ocasiones al mismísimo Jesucristo; una figura de “Salvador” que chirría en una microsociedad materializada en un local donde nadie cobra y se concibe como una estructura basada en la horizontalidad, sin patrones que gritan, donde la palabra de las mujeres es tan escuchada como la de los hombres. De hecho, cuando llega a oídos del párroco de Leitrim que el local de Granton va a ser reabierto diez años después, propone una disyuntiva al pueblo: “O Cristo o Granton”.

El personaje de Alice, la madre de Jimmy, a quien da vida Alieen Henry, resulta interesantísimo. Es, sin duda, una mujer luchadora y con un grandísimo sentido del humor, a pesar de la tensión que provoca la figura de su hijo. Sin embargo, esa obsesión del director por retratar a la perfección a Granton, deja a medias (y casi en el tintero) a personajes tan interesantes como éste y otros muchos más, ya que, aunque el peso interpretativo cae sobre Barry Ward, se trata de una película muy coral.

El problema básico de la cinta de Loach es que la mayor parte de los elementos que la componen hacen que sea demasiado obvia. No hace pensar demasiado al espectador: los malos son muy malos y los buenos son muy buenos. A lo sumo, el mensaje pedagógico y político (patrones contra jornaleros, Iglesia contra la libertad del pueblo) se repite constantemente. Incluso el montaje, a manos de Jonathan Morris, colaborador asiduo de Loach, es también demasiado evidente: secuencias alegres, musicales y con mucho movimiento dentro del local se suceden rápidamente con la austeridad de la misa represiva, asfixiante y sobria.

No obstante, la banda sonora original de la película, a manos del afamado Georges Fenton (nominado al Oscar en cinco ocasiones), es brillante y, teniendo en cuenta que la música se convierte en un personaje más del largometraje, un elemento sin el que no se podría entender esta historia que, aunque obvia, resulta entretenida, es necesario destacarla.

Y es que es a través del arte en general y la música en particular con lo que el pueblo de esta pequeña localidad irlandesa, en manos de Granton, deciden emprender su revolución. Los jóvenes le dicen a Jimmy que, pase lo que pase, “seguiremos bailando”. Y es que, como dijo la célebre anarquista Emma Goldman, “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.

Thara Báez (@tharabaez)

@ColumnaZeroCine

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