El misterio de la vida.
Una joven que desea tener un perro que la siga a todas partes. Un padre derrotado bajo un inmenso manto de estrellas. Una vieja en lo alto de una montaña. Un castillo de la aristocracia danesa. Es muy posible –casi diría recomendable– que durante el primer visionado de Jauja, y tal vez durante el segundo y el tercero, nos sintamos perdidos como espectadores. El horizonte de expectativas que todo espectador tiene cuando se dispone a ver una película, así como cualquier otra obra de arte, es fundamental para entender el proceso de recepción de dicha película, y deberá ajustarse siempre a parámetros diferentes según las necesidades de la ocasión. Es Jauja, sin duda alguna, una de esas películas que dinamitan las expectativas del espectador y que requieren de su esfuerzo y de su trabajo interpretativo, o por lo menos le obligan a ir más allá del sentido común y le invitan a olvidarse de buscar explicaciones. Dicho esto, el lector comprenderá que estamos ante una de esas películas que lanzan muchas preguntas y ofrecen pocas respuestas, lo cual es muy de agradecer en el panorama cinematográfico actual.
En su cuarto largometraje como director, el argentino Lisandro Alonso trabaja por vez primera con un reparto de actores profesionales –que encabeza el resolutivo Viggo Mortensen– y con un director de fotografía de la talla de Timo Salminen, habitual de los hermanos Aki y Mika Kaurismäki, puntas de lanza del cine finlandés contemporáneo. El colosal y personalísimo trabajo de Salminen en esta película se erige como fundamental para una obra que aspectualmente fue concebida en el denominado “formato académico” de 4:3 de pantalla, sin recortar nada de los 35 mm originales de película en post-producción. De hecho en la pantalla podemos ver el borde de película, como una ventana al cine de los orígenes de finales de siglo XIX –época en la que está ambientada la película– que vendría a ser toda una declaración de principios de no ser porque los mismos Lisandro Alonso y Timo Salminen hayan declarado en varias entrevistas que fue una decisión totalmente espontánea cuando vieron los transfers digitales con los que se disponían a montar la película. Pero más allá del formato utilizado, los encuadres de Salminen en el desierto de la Patagonia combinados con el uso anti-naturalista de la iluminación dan a la película un aspecto y un tono muy característicos que nos evocan a la artificiosidad y la atmósfera propia de las ensoñaciones y las fantasías, y que con total seguridad te servirá de pista para encontrar tu propia interpretación a la película.
La valentía de Alonso se encuentra en su puesta en escena –casi ningún movimiento de cámara en más de 100 minutos de metraje–, en la libertad de un protagonista que se mueve a sus anchas en el desierto pero se encuentra atrapado por sus obsesiones –una vez más el formato de encuadre me parece imprescindible para transmitir esta idea–, en el lirismo tan marcado de su propuesta. Aunque el director trate de escapar a las inevitables alusiones a la obra de Tarkovsky en la forma de la película, creo que al espectador sí le puede ser muy útil a la hora de conformar ese horizonte de expectativas del que hablaba al principio, ese “qué esperas encontrar”, y para manejar correctamente los mecanismos del proceso de recepción de esta obra y no salir del cine decepcionado.
Respecto al fondo del film, resulta todavía más evidente enlazar Jauja con Centauros del Desierto (1956) de John Ford, a pesar de que el propio Lisandro Alonso se haya encargado de desmentir dicha conexión, reconociendo que no había visto ni conocía el que posiblemente sea el clásico más famoso de la historia del género western. Pero la conexión está ahí, y la historia de un hombre de pasado desconocido que vaga por el desierto en pos de una niña a la que los indígenas han capturado le sirve a Alonso como excusa para ilustrar la búsqueda interior y la expiación espiritual de una persona que se entrega al misterio que hace avanzar la vida, un interrogante que Jauja pone sobre la mesa y sobre el que te invita a reflexionar con el desdoblamiento espacio-temporal del último tercio de película. Una joven que desea un amor. Un hombre que se entrega a su obsesión en la vida. Una vieja que habla con su perro que la sigue a todas partes. Y en el castillo danés, la joven que sueña y los perros que se rascan porque no entienden…
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Alexis Rodríguez (@AlexDeLargo)
@ColumnaZeroCine