
El Café Oliver es de esos sitios que llaman la atención si pasas por su puerta. Su fachada, de madera pintada de azul, ya invita a curiosear. Con su gran bagaje histórico como café cultural, fue relanzado en 2002 y ahora se ha mudado al Barrio de las Letras, donde continúa ofreciendo su variada cocina mediterránea internacional que incluye platos obligatorios.
Abierto en 1966, el Oliver siempre fue uno de los principales cafés de ambiente cultural de Madrid hasta que en el año 2002 fue renovado y relanzado, pasando a llamarse Café Oliver. Hoy mantiene su nombre, pero no su ubicación. De la calle Almirante, que desemboca en el Paseo de Recoletos, se han trasladado al número 11 de Ventura de la Vega, en el Barrio de las Letras, a un paso de la Plaza de Santa Ana, donde han abierto hace apenas un mes. Lo demás, su esencia, se mantiene.
Incluso su decoración permanece al conservar el estilo bistró parisino por el que se caracteriza el local: bancadas color burdeos, espejos y madera. Eso sí, con el nuevo local han cambiado algunas cosas. Al dividirse en diferentes espacios comunicados por falsos arcos de piedra, cada uno comprende elementos que lo diferencian de los demás y que introducen, habitualmente en tonos grises, un toque de modernidad al local, especialmente la barra, que aporta frescura y luz a la estancia. En definitiva, el cambio ha sido una cuestión de negocio: “Nos hemos venido al Barrio de las Letras porque creemos que en la actualidad es el que más crece y el que está más en auge de Madrid. Vamos donde está la gente”, reconoce su copropietario, el francés Karim Chauvin.
Pero, vayamos a lo que hace a un restaurante ser un restaurante: la experiencia culinaria. Como comenta Chauvin, “al estar abiertos desde hace 13 años nos es complicado actualizar la carta, la gente viene a buscar nuestros platos más típicos”. Es difícil quitar lo que funciona. Y más difícil si la receta tiene más de una década de perfeccionamiento. Su cocina es mediterránea con influencias francesas, italianas, marroquíes y, por supuesto, españolas, “pero no es una cocina de fusión, porque a veces fusión equivale a confusión. Si tienes un plato rico de un sitio, ¿para qué cambiarlo?”, afirma el copropietario.
Así lo demuestra el menú que pudimos degustar el equipo de ColumnaZero, que se inició con un clásico humus de garbanzo que equilibraba a la perfección la ligereza y la cremosidad. Para continuar, un ceviche de atún y bacalao completamente apto para iniciarse en eso del pescado crudo. Los pescados eran absolutamente frescos y tiernos y estaban aliñados con leche de coco y maracuyá, sabores algo minimizados por la apisonadora que es el cilantro. El último entrante fueron unos mejillones en salsa de leche de coco y curry picante que resultaron ser el plato más obligatorio del Café Oliver, una de esas pocas novedades que han cabido en la carta y que parece imposible que alguna vez salga de ella. El equilibrio entre el picor del curry y el dulce de la leche de coco supusieron una explosión de sabores y contrastes que convertían en especiales unos mejillones. Sin duda, fue una pena tirar las apenas tres gotas de salsa que quedaron en la cazuela.
De ahí pasamos a los platos principales. El primero fue un steak tartar acompañado de patatas caseras que, como ocurriese con el ceviche, podría resultar una buena piedra de toque para aquellos que no se atrevan con la carne cruda, pues en ningún momento la textura o el sabor parecen complicados si eres primerizo en este tipo de platos. Y, si ya eres experto, merece la pena: la carne sabe a carne y el aliño, sin tapar la propia carne, aporta. Según Chauvin, este es uno de los tres platos por los que hay que acudir al Café Oliver; uno de sus tres pilares.
El último plato importante fue otro árabe, una brocheta de pollo al limón confitado con cous-cous, cebolla caramelizada y pasas. Esta brocheta merece especial atención: la carne, bastante jugosa, tiene un exquisito sabor al amargo y ácido del limón que, si lo tomas acompañado por el dulzor de la cebolla caramelizada y las pasas, hacen uno de esos platos que marcan y que no queda otra que repetir. Para terminar por todo lo alto llegó a la mesa la bomba de chocolate, el segundo de los pilares del Oliver. Completamente casera, como insisten, resulta jugosa por la esponjosidad del bizcocho y la cantidad y espesor del chocolate fundido del interior, que, si bien suele ser excesivamente dulce y empalagoso, en esta ocasión no resulta nada pesado. Se puede comer sola, individualmente, pero resulta perfecta para compartir.
En definitiva, comer en el Café Oliver es probar un abanico de sabores y gastronomías diferentes que confluyen fundamentalmente en el menú, más que en los platos en sí y que son servidos por un servicio especialmente atento y delicado. El restaurante cuenta, además, con un brunch que ofrecen todos los domingos de 11:30 a 16:00 por 25 euros y que incluye el tercer pilar de su cocina, según Chauvin: los huevos benedictinos. También ofrece de lunes a viernes para comer un menú del día, que varía cada semana, y que incluye un primer y segundo plato, a elegir entre tres de cada, pan, bebida y café o postre; todo por 12€. El viaje por las gastronomías de nuestros países vecinos, bajo la conducción del Café Oliver, merece la pena.
Pablo Cañeque (@paul_wine)