
Las últimas encuestas publicadas auguran una representación nada despreciable de Ciutadans en el Congreso de los Diputados y posicionan a su mediático presidente, Albert Rivera, como el líder político mejor valorado. Analizamos, en ColumnaZero, el repentino auge de la formación y recordamos su joven trayectoria.
Fue un otoño de hace nueve años cuando las calles de Barcelona –especialmente- se llenaron de carteles electorales con un candidato tapándose las vergüenzas; alguien que decía que lo que le importaba eran las personas. “Tú”, señalaba, apelando al individuo. Sin embargo, en ese momento Catalunya vivía momentos de esplendor identitario colectivo. El llamado oasis catalán se asentaba en las raíces de las fuerzas políticas con representación parlamentaria, todas ellas trabajando para la consecución de nuevos marcos legales que reconociesen a Catalunya como nación, entre otros tantos puntos. CiU, que estaba tocado de muerte tras perder el Govern de la Generalitat además de numerosos ayuntamientos, se oxigenaba y mantenía el tipo frente al tripartit, superando lo que parecía una ruptura de pareja entre Mas y Duran i Lleida, futuro el de este último que se auguraba fundando Unió Popular de Catalunya –por ejemplo- junto al Partido Popular, partido que no levantaba cabeza. La cohabitación pacífica y natural entre nacionalistas, catalanistas e independentistas; sumado a los guiños que en política autonómica hacía el Gobierno de España y el “talante” de Zapatero –quien ya prometió al President Maragall aprobar el Estatut que surgiera del Parlament- dejaba fuera de combate a cualquier voz antinacionalista. El espacio electoral para el que nació Ciutadans –la formación decía querer moverse en el centro-izquierda nacionalista español- quedaba vacante de representación partidista –si acaso dentro del área de atracción del PSC de Montilla-, pero el contexto sociopolítico no ofrecía opciones de éxito para un partido cuyo discurso se centraba en la patria española, precisamente por el bajo número de votantes potenciales que se posicionaban en ese punto del cruce entre el eje ideológico y la pertenencia nacional. En 2006 lanzar discursos unionistas, liberales y de cambio de régimen en un ambiente donde el resto de formaciones políticas trabajaban al unísono en la construcción de una “nación del Bienestar” era algo muy parecido a predicar en el desierto. Aunque el veinteañero Rivera predique desnudo, desierto seguía siendo. El resto de España ofrecía otra cosa.
Rosa Díez, recién exiliada del socialismo, ya explotaba un discurso antinacionalista que acogía a las víctimas del terrorismo y demandaba cambios en los status quo periféricos. Albert Rivera vio claro el hueco donde empezar a construir su liderazgo, aunque fuese lejos de su electorado efectivo e inmediato. Su discurso era más proclive al calado nacional que catalán, así que emprendió una estrategia a largo plazo que pasaba por dejarse ver en los platós de televisión de las grandes cadenas nacionales y contar su versión “racional” –de “sentido común” si se quiere, compartiendo lema con el PP en Catalunya-, alejada de los sentimientos y las tradiciones, que explicara el problema catalán. Esa estrategia acababa necesariamente –y según indicaban las encuestas acerca del pequeño tamaño del espacio ideológico que compartía con UPyD- en hacer frente común con Rosa Díez. Además, tanto PP como PSOE rascan votos en el mismo territorio. Albert Rivera se forjó entonces la imagen que sigue mostrando hoy en día; la imagen que alguna prensa recoge como contrapunto a la de Pablo Iglesias: la del joven líder nacido de un movimiento ciudadano; el deportista de buena presencia, sin coleta, aunque tampoco controle la dirección que toma su cabello alborotado; el candidato perfecto al mejor yerno del año. Lo cierto es que las repetidas negativas –desde el ego o a pesar del ego- de Rosa Díez para unir fuerzas con Rivera no le han ido mal al catalán. Hoy, y según cuenta la demoscopia, Ciutadans es un partido en alza capaz de superar en intención de voto a la formación de Díez –Metroscopia le da hasta un 7% en intención de voto- y poner en peligro la mayoría parlamentaria del PP. La eclosión sólo puede explicarse desde una clave catalana.
En unos años donde el nacionalismo como tal sólo se vende como independentista y el sistema de partidos –y el electorado- ha cambiado, parece que Albert Rivera haya encontrado el filón que ya buscaba en 2006. De hecho podría darse la regla científica de que el Gobierno de Rajoy esté generando independentistas catalanes en igual proporción que votantes potenciales de Ciutadans. Un partido construido sobre el antinacionalismo encuentra su mercado si la amenaza de ruptura de la unión de España es manifiesta –como repite hasta la saciedad el PP-. Un partido “liberal, igualitario y solidario” que defiende la razón sobre los sentimientos, encuentra su mercado cuando Artur Mas tira de emociones, símbolos y mitos para defender su plan conjunto con ERC y el PSC es espectador privilegiado. Por último, un partido con un ideario regeneracionista de adopción neoliberal –quieren llamarlo liberalismo progresista y socialismo democrático- encuentra su mercado si el partido de Gobierno está sumido en la corrupción y sus políticas económicas y sociales generan desigualdad, descontento y desafección ciudadana. Las olas de cambio de este 2015 son propicias para que Ciutadans encuentre su mercado, mercado que ahora ya sabemos que cuenta con un número suficiente del electorado para llevarles al Congreso.
En unas semanas en las que PODEMOS empieza a ser desgastado por el asunto Monedero –entre otros palos por arriba y por abajo- y que Pedro Sánchez todavía no ha consolidado su liderazgo entre las filas socialistas, se está catapultando a Rivera como la nueva alternativa, el receptor potencial de votos conservadores desencantados con el PP y también de los moderados desubicados ideológicamente que no querrían volver a votar al PSOE ni más a la izquierda de Pedro Sánchez. De hecho, en este sentido Ciutadans supone más amenaza para PODEMOS que para el PP, tanto por lo que les diferencia del partido de Iglesias como por lo que comparten con la recién creada formación política. Para empezar la fachada es parecida: demanda de regeneración democrática trabajando de cara al ciudadano con Internet como herramienta fundamental. Incluso se le ha oído decir el mismo lema a ambos líderes: “si no haces política, otros la harán por ti”; pero las diferencias son sustanciales y evidentes. A estas alturas del juego, cuando la explosión de apoyo a PODEMOS parece relajarse mientras mantienen como objetivo la conquista de la Moncloa, todo apunta a que, en comparación, Rivera es quien más tiene a ganar. O por lo menos quien menos tiene que perder. El siguiente gráfico muestra la distribución de los electorados en el eje izquierda-derecha según intención directa de voto para las próximas elecciones generales.
Obviando el hecho de que el electorado potencial de Ciutadans es idéntico en número y distribución al de UPyD, es en el centro y centro-derecha del eje donde se disputa votantes con PODEMOS y el PP, un electorado de carácter conservador que perdería el PP si la actual situación no cambia y que no obtendría PODEMOS si se le ofreciese una alternativa menos radical pero igual de diferente. La campaña que presenta estos días a Albert Rivera como un Pablo Iglesias “pero en bueno” apunta en esta dirección. Y de momento está dando sus frutos. Deslices –intencionados o no- de Floriano nombrando de forma errónea al partido de Rivera, o hacerles presentes en el recién vivido primer debate del Estado de la Nación cuando no son diputados en el Congreso apuntan a que el futuro de la política patria y la suerte de los dos grandes partidos pasa por cómo jueguen sus cartas los próximos meses. Nueve años después, Albert Rivera puede empezar a recolectar lo sembrado en aquél primer cartel electoral y convertir a Ciutadans, quizá, en el cuarto partido con opción a tocar Gobierno.
Cenzo A. de Haro
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