Si bien es cierto que la marginación a la que la ficción televisiva se ha visto sometida durante años por parte de la crítica cinematográfica empieza a ser cosa del ayer, también lo es que su inclusión en la agenda de los medios especializados responde más a cuestiones sociológicas que a una verdadera consideración de las series como espacio relevante a nivel artístico. La conversión de obras como Juego de Tronos o The Walking Dead en fenómenos de masas les ha facilitado un pasaporte hacia las páginas de las revistas, pero raramente se ha hablado sobre series de mayor personalismo autoril como Peaky Blinders o The Knick. En consecuencia, para gran parte de la crítica y del público la ficción televisiva es poco más que un puñado de buenas historias contadas desde el discurso clasicista. Evidentemente hay parte de verdad en esto. Pero también hay lugar para el posmodernismo.
The Affair, del islaerí Hagai Levi, es la última apuesta dramática de la cadena estadounidense Showtime. Frente a la fiel linealidad del relato serial tradicional, nos encontramos con una fragmentación de la narración basada en la dualidad de perspectivas: la perspectiva de Noah Solloway y la perspectiva de Allison Lockhart, las piezas centrales de la historia. En ocasiones, ambas visiones del relato narran los mismos sucesos, mientras que en otros casos se produce una continuidad. El resultado es una relación entre la obra y el espectador que deriva en un juego propio de los estudios culturales: ¿qué credibilidad otorgo yo, como individuo singular que arrastra sus propios prejuicios, a una u otra visión de los hechos? ¿Hay una verdad única tras esta historia o todo es, a fin de cuentas, una cuestión de perspectiva?
La serie se suma así a otras ficciones televisivas que ya en su día supieron romper con el clasicismo temporal, como es el caso de Lost, en la cual el uso del tiempo laberíntico nos trajo más quebraderos de cabeza que la experimentación musicomasturbatoria del Frusciante más ermitaño. El espectador, desbordado, se vió obligado a penetrar en esa porción oscura del universo conocida como foro, participando de lo que sería el gran movimiento transmedia de nuestro siglo. Y aunque es evidente que Boyhood ha marcado este 2014 un hito inigualable en cuanto al tratamiento del tiempo, conviene poner en valor los esfuerzos de la ficción televisiva por ir avanzando en su particular lucha contra la monotonía.
Un granito de arena más, el de The Affair, colocado mimosamente para impugnar el discurso único propio de épocas más ingenuas y apoyar las teorías posmodernas de discursos múltiples. Y lo hace, además, alrededor de uno de los conflictos morales más corrosivos y relativos de las relaciones humanas: la infidelidad. Nunca, jamás, el polvo de Ross con la chica de la fotocopiadora dejó, ni probablemente dejara de ser tras aquel 6 de mayo de 2004, una traición conyugal para Rachel. Y sin embargo alguien diría, hasta el mismísimo último episodio, que se estaban dando un descanso. No hubo manera posible de ver el mundo de un mismo modo.
En The Affair todo está dispuesto para certificar la muerte de esa utopía de la óptica objetiva. Un escenario a veces aparentemente luciente y otras veces manifiestamente introvertido y opaco. Unas interpretaciones de sutiles variaciones que despistan. Un guión que amaga, esprinta y frena en seco para hacer del puzzle una verdadera tarea de espectador activo. La confusión hecha serie. Es posible que no ocupe las portadas de ninguna revista especializada, pero quizá sea esta precisamente la razón de que debamos ponerla en valor.
Juan Antonio Navarro Cádiz
@columnazero
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