LA TORMENTA PERFECTA

"La Tormenta Perfecta"; una reflexión de Jorge Herrera Santana para ColumnaZero
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«La Tormenta Perfecta»; una reflexión de Jorge Herrera Santana para ColumnaZero

El hedor es ya insoportable. Digamos “basta” mientras abrimos las ventanas – y puertas – del Estado.

Qué mas necesita la ciudadanía para reaccionar. Cuántos abusos más, cuántas tomaduras de pelo más. El problema ha dejado de ser tanto político mediocre para todo menos para hacer “ingeniería fiscal”; han dejado de ser los partidos – los dos principales sobre todo – y su silencio e inacción cómplices; han dejado de ser los ERE, la Gürtel, Bárcenas y cualquiera que mañana ceda también a las tentaciones del poder, sumándose así a la ola de debilidad moral imperante.

El problema ha dejado de ser de otros para convertirse en nuestro. El problema es esta sociedad civil dormida, anestesiada, que permanece impasible ante el expolio de derechos y libertades. Y ante el expolio de dinero público – SU dinero -. Si alguien me debe 50 €, ése alguien tiene un problema; pero si me debe 5.000, el problema lo tengo yo.

Ya no vale el que no seamos de los países más corruptos de Europa (aun afirmando mucho tertuliano incendiario del tres al cuarto lo contrario). Los países del Este – que también son Europa -, Grecia e Italia nos ganan. De cualquiera manera, la realidad es importante no tanto por cómo es sino por cómo se percibe, y mal vamos si nos comparamos con los peores. Tampoco vale que los políticos honrados – los que ejercen sus funciones como deberían ejercerlas, diría una sociedad desacostumbrada a la indecencia – sean muchos más que los políticos deshonestos. Ni tampoco el hecho de que muchos casos de corrupción vean la luz pública a causa de vendettas personales y chantajes tan burdos como las estafas que denuncian. Y tampoco vale ya que los medios de comunicación – especialmente la televisión – magnifiquen, por su propia naturaleza, el fenómeno de la corrupción; ni que lo magnifiquen asimismo conscientemente, especulando hasta el infinito – y hasta el absurdo – con el único objetivo de inflar sus audiencias y balances. A costa de lo que sea. Como si de un inocente y divertido juego se tratase.

Ya no vale. No hay juego si lo que está en juego es el presente y futuro de este sistema de libertades y garantías que es la democracia. Lo público nos compromete a todos: más aún en este momento decisivo e histórico, y más aún a los jóvenes, que somos quienes recibiremos el mañana que hoy, ya mismo, se está gestando. La juventud, en cambio, y en general toda la sociedad, se mueve crecientemente entre el apoliticismo y el – no mejor – radicalismo. Entre el no hablar y el gritar.

El “todos cometimos errores/abusos” que insistentemente se nos repite desde el comienzo de la crisis no es sino una triquiñuela más del poder en todas sus manifestaciones – política, financiera/económica, mediática – para repartir unas culpas que atañen sólo a unos pocos. Pero si respecto del enorme agujero económico carecemos de responsabilidad, no opino lo mismo en relación con ese otro agujero que representa la corrupción. La corrupción política no es un cáncer: es parte de una metástasis que trasciende la política y que concierne a toda la sociedad. No todas las sociedades presentan los mismos niveles de corrupción: ¿por qué?

En España, sonroja que se vote a declarados mangantes, y que los partidos que han demostrado ampararlos una y otra vez continúen aglutinando una mayoría social; también que la corrupción esté tan generalizada en el día a día, sobre todo en el ámbito laboral (el “amigo de”, el fraude en el cobro de subsidios, los servicios sin factura, los empleados sin contrato, la caja B…). No me estoy refiriendo al que hace los tres o cuatro apaños que le salen al mes para poder darle de comer a sus hijos. Evidentemente.

Aunque muchas veces no lo veamos – o no lo queramos ver – todo lo anterior es también corrupción, y denota una deficiente comprensión de – y preocupación por – las repercusiones que tiene para esa otra caja, la A, que es la caja del Estado. La caja común que sufraga, entre otras cosas, la educación y la sanidad que reclamamos.

Si fuéramos más solidarios y, sobre todo, si creyésemos más en la política – no digo en los políticos ni en los partidos – tales comportamientos se darían con menor frecuencia.

Paralelamente, la mayoría sufre una sensación de agravio, agravada por su cada vez más precaria situación. Los indultos, los pactos con la justicia (“¡legales!”, sentencian algunos, como si eso fuera suficiente), los “ahorros”… La ley ha dejado de ser justa; la política, de ser y parecer. Y ambas, renunciado a servir al interés general.

La sensación de estafa y falta de vergüenza a gran escala es importante – y comprensible -. También lo es la sensación de que el liderazgo político, más importante si cabe en tiempos de crisis, no sólo no está, sino que va camino de no esperarse.

“Vi los sobres, pero nunca acepté recibirlos”. Tampoco aceptaste tener los cojones – y todavía más importante: los valores – para desligarte de la mierda. Para decir “yo no soy de ésos”, “yo no creo en eso”. Preferiste seguir comiendo de esa mano sucia, si bien accesible, sabiendo que te intoxicarías cada vez más hasta matar tu autoridad y tu decencia.

Y así, se ha ido instalando el “todo vale”. El “si tú sí, yo más”. Hemos alcanzado ese punto en que, como se tiene a todos los ciudadanos por defraudadores o susceptibles de serlo, y a todos los políticos por mangantes, el gilipollas es quien no se apunta también a la “fiesta”. Difícil reivindicar la política, o los políticos responsables – con lo necesarios que son aquélla y éstos -. No sólo no se reivindican, sino que el noble oficio de la política es tenido por uno de los más despreciables. El cinismo y la desconfianza se han erigido en señas de identidad.

Esto no lo arregla un real decreto, una ley o un “pacto”. No hay voluntad de hacerlo – los principales partidos están tan cerrados en sí mismos, tan temerosos de perder algo de su inmenso poder, que nos impiden avanzar – y si esa voluntad existiera, tampoco sería suficiente. Estamos hablando de algo que penetra hasta lo más profundo de la sociedad y permanece ahí arraigado, alimentando prejuicios, recelos… Y odios. Tales sentimientos se manifiestan de todas las formas posibles en todos los ámbitos imaginables, y es muy difícil removerlos una vez propagados.

Los jóvenes menos preparados – los que dejaron los estudios aprovechando el dinero que daba la construcción – vivirán condenados al continuo reciclaje y a la continua precariedad. Lo mismo que los desempleados de más edad, sólo que éstos ni siquiera serán recolocados: a ojos de las empresas, no tienen nada que hacer frente a los jóvenes. Los que tengan mayor formación se irán – se van ya -, más como exiliados que como aventureros. Las desigualdades seguirán aumentando a medida que la clase más desfavorecida continúe ganando terreno a costa de la antes inclusiva clase media, y los más privilegiados no serán más, pero si más privilegiados. No hay proyecto de país a largo plazo; no se exploran nuevos mercados ni se apuesta por la diversificación, la innovación, la creación de un nuevo modelo productivo. Antes bien, se instala el “sálvese quien pueda”. Un país no sólo sin presente, sino sin futuro.

Nuestros gobernantes, incapaces de gobernar en la era del poder difuso y sin rostro, nos venden humo, alimentando esperanzas que hagan creer que esto no es cosa de décadas, sino de años. Mentira(s). Sin iniciativa, sin respuestas contundentes, la desesperanza y la ira ciudadanas sólo pueden ir a más: es la conjunción de todos los ingredientes necesarios para una tormenta perfecta. Ahora sólo resta que estalle.

 

Jorge Herrera Santana

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