HABLEMOS DE CATALUÑA…

Una reflexión de Jorge Herrera Santana para ColumnaZero.
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Una reflexión de Jorge Herrera Santana para ColumnaZero.

Pero serenamente. Como no suele hablarse de política en España – señal de que somos una democracia inmadura –; menos aún con respecto a cuestiones como ésta, que genera encendidas pasiones – primarias, irracionales –; y menos aún en tiempos de crisis como los que atravesamos, en los que predominan los airados – “todo malo” – y los escépticos – “nada bueno” –.

Cuando ondean las banderas, lo racional cede ante lo emocional. Los símbolos han desempeñado siempre un papel prominente en política: sirven para generar identificación y lealtad; para crear un “nosotros” – y por tanto, también un “ellos” –; para forjar, en definitiva, una sensación de comunidad que, independientemente de con qué fin (bueno o malo según quién lo juzgue), es en cualquier caso un fin político, y por tanto un fin social. Un fin que nos concierne a todos.

Por principio, rechazo el nacionalismo. Creo en los derechos de las personas, no en los derechos de los territorios (no deja de ser curioso que el debate sobre la independencia de Cataluña surja precisamente en un momento en que derechos tales como la educación y la sanidad se están viendo amenazados, especialmente en dicha Comunidad debido a su nefasta situación financiera). Creo que el nacionalismo, por su propia naturaleza, polariza y enfrenta (la distinción entre el “nosotros” y “ellos” a la que antes aludía). Creo que, muchas veces, promete lo que no puede dar, consciente de que vive mientras ofrezca, mientras prometa. Creo que se inclina a manipular y mentir, inventando o engrandeciendo un pasado que justifique “gloriosas” acciones futuras.

Como no me gusta el nacionalismo, no me gusta ni el catalán, ni el vasco… Ni el español/españolista. Porque tan nacionalismo son los unos como el otro. Tanto daño hacen (a mi juicio) los nacionalismos que se han dado en llamar “periféricos” como el nacionalismo intolerante y reaccionario que parte desde y hacia Madrid pero que deja su huella casposa a lo largo y ancho de toda España. Esto es importante, porque supone reconocer un problema en el nacionalismo, no en Cataluña ni en los catalanes. Ni siquiera en el nacionalismo: en el extremismo y el dogma. Porque el nacionalismo bien entendido creo que es incluso necesario: ridículo me parece negar que ciertas regiones españolas presentan rasgos particulares (sobre todo aquéllas con lengua propia) que merecen un reconocimiento y un tratamiento político por ese motivo diferenciados.

Personalmente, siento simpatía por los catalanes. Barcelona es una ciudad que creo conocer bien (circunstancias familiares me llevaron a visitarla con frecuencia durante años), y creo que los catalanes siempre han ido – y creo que siguen yendo – por delante del resto de España en multitud de ámbitos. La influencia francesa probablemente haya tenido mucho que ver. No hay duda de que Cataluña es uno de los motores económicos y culturales de España: por eso opino que perderla sería una lástima y, sobre todo, un tremendo error.

Defiendo el derecho a decidir. Aunque el catalán me parece en las actuales circunstancias un pueblo manipulado (siempre en términos generales), azuzado por un Mas al que hasta ahora esta aventura le ha convenido (tengo, sin embargo, dudas de que lo haga a partir de cierto punto), por una Esquerra que ve su momento y por unos altavoces mediáticos que dicen y escriben lo que cada vez más gente quiere oír y leer, entiendo que una mayoría social tiene derecho a expresarse y a elegir democráticamente el camino que desea tomar. Y aunque se sostenga que no es una mayoría social la que lo reclama, nadie sensato puede obviar que el sector soberanista/independentista ha crecido exponencialmente en los últimos tiempos, tal y como ponen de manifiesto las encuestas y (aún más importante, por cuanto más tangible) el ascenso de ERC y la irrupción de CUP en las últimas elecciones al Parlament.

Ése es, digamos, mi argumento en abstracto. Mi argumento ético, desde el punto de vista de lo que está bien y de lo que no; de lo que es justo y de lo que no. Pero se me ocurre otro argumento que puede resultar quizá más poderoso que el anterior: el referéndum obligaría a desplazar el debate público de lo emocional a lo racional. Dicho de otro modo: la materialización misma del proceso de consulta ciudadana forzaría a los catalanes a sopesar seriamente las ventajas y los inconvenientes de una posible secesión, habida cuenta de que, de producirse ésta, supondría un cambio definitivo e irrevocable. Porque nadie quiere cambiar a peor, ¿no es cierto?

El pueblo catalán debe saber que la independencia no es independencia en un mundo complejo e interdependiente como el actual; que la secesión traería consigo la inmediata expulsión de Cataluña de la Unión Europea (que, aun con todos sus inconvenientes e impopularidades presentes, aporta muchas más ventajas y facilidades que dolores de cabeza) y la imposibilidad del hipotético nuevo Estado catalán de unirse a dicho club (se requiere unanimidad de los Estados miembros, y como mínimo España se opondría). A partir de ahí, que cada cual extraiga sus propias conclusiones.

Creo que el proceso político que se ha abierto llevará a alguno de estos dos escenarios, o a ambos: por un lado, a una reforma de la financiación autonómica (con posibilidad de que hasta cierto punto se acepte el “pacto fiscal” demandado por CiU y se reforme la Constitución); por otro, a un referéndum en el que se hagan una o varias preguntas a la ciudadanía, pero no directamente referidas a la consecución de la independencia. Ambas alternativas ofrecen salidas “honrosas” a las partes en conflicto (ni Mas ni el Gobierno central quedarían en entredicho como perdedores absolutos).

De cualquier forma, hay momentos en los que la deriva independentista me irrita; otros en los que me entristece y preocupa. Pero en cualquier caso es un fenómeno que me interesa porque creo que nos dice varias cosas acerca de la política en general y de la política española en particular: nos dice que tenemos – todos; España, como país – un problema anterior, que es un incorrecto (o si se quiere, irresuelto) encaje de Cataluña en España, situación agravada por la en mi opinión desastrosa gestión del proceso de reforma del Estatut; nos recuerda la importancia del proyecto político (las sociedades necesitan creer, sentirse cohesionadas respecto a algo, sobre todo en tiempos de incertidumbre como son las crisis económicas); nos confirma que el nacionalismo es una poderosa arma política (porque lo es antes sentimental) que puede generar graves consecuencias (inestabilidad, polarización, ruptura, conflicto); y ha puesto de manifiesto, como lleva haciendo la crisis económica desde su origen, el anquilosamiento de los agentes estatales – partidos, Gobierno –, que se muestran lentos y torpes ante un desafío político de primera magnitud.

La grandeza de Cataluña en este momento reside en que tiene un proyecto político cuando España en su conjunto carece de él. Cataluña es un oasis de ilusión en un país hastiado por la crisis – y aún más – por la inoperancia política que se percibe en respuesta a ella. Cataluña (o, si se quiere, numerosos catalanes) le dicen “adéu” a una España que no vende porque no es marca, por mucho que se empeñe el ministro Margallo; ni lo volverá a ser mientras no se vislumbren dirigentes políticos con la suficiente altura de miras, con el suficiente sentido de Estado, para dialogar, transigir… Para hacer política, en definitiva. Política de verdad, de la buena. La política en mayúsculas de la que tan necesitados estamos.

Jorge Herrera Santana

@JSH91

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