ESPECIAL DIRECTORES DE OSCAR: WES ANDERSON

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Un artículo de Alexis para ColumnaZero Cine.
Un artículo de Alexis Rodríguez para ColumnaZero Cine.

Wes Anderson, el niño que hay en ti.

Histriónico y paródico, personal e irrepetible. Wes Anderson es uno de esos directores que identificas inmediatamente al ver sus películas, le reconoces en la puesta en escena pero también en sus personajes y en las situaciones y diálogos que plasma en sus guiones. Se trata de uno de los más alabados cineastas de lo que va de siglo XXI, y sin duda uno de los mejores exponentes de las posibilidades de éxito que tiene el encuentro entre arte e industria, autoría y comercialidad. Este año es uno de los cinco directores nominados al Oscar por su última película, El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), y lo más oportuno es darle un repaso a la filmografía de este realizador para calibrar las opciones que tiene de ganarlo.

Cuestión de estilo

Lo suficientemente excéntrico como para gustar a unos pocos y lo suficientemente asequible como para gustar a todos los demás, el suyo es un cine esquemático, extremadamente calculado y protagonizado por adultos demasiado niños y niños demasiado adultos. La famosa fórmula de Wes Anderson de combinar el paroxismo exacerbado y la planificación simétrica categórica ha encumbrado a un director que corre ahora el riesgo de verse inmovilizado por sus propias manías, y es algo de lo que, como él mismo ha reconocido, quiere escapar: “Quiero tratar de no repetirme, pero al parecer lo hago continuamente en mis películas. No es algo que me esfuerce por hacer, yo solo quiero hacer películas que sean personales y al mismo tiempo interesantes para la audiencia. Siento que recibo críticas por colocar el estilo encima de la sustancia y por los detalles que atraviesan el camino de mis personajes, pero cada decisión que tomo es la manera de sacar adelante esos personajes”. Esa “sustancia” a la que Anderson se refiere en su cine es el fondo de sus películas, siempre el mismo, pero siempre tratado de forma diferente: el amor no correspondido y el desengaño fruto de este, la búsqueda de la identidad y la catarsis emocional como revulsivo de unas vidas vacías espiritualmente, y, por encima de todo, la familia, los convencionalismos alrededor de la red de complejas relaciones que establecen los parentescos sanguíneos y que parecen atarnos hasta la muerte a personas con las que nos ha tocado compartir la vida en una lotería, y las consecuencias que conlleva a nivel individual y para nuestro entorno renegar de esas personas.

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Una trayectoria ascendente

Como la mayoría de los cineastas que empezaron a hacer cine en la época del VHS, Wes Anderson probó sus fuerzas primero en el mundo del cortometraje cámara al hombro y en blanco y negro con Bottle Rocket (1994), protagonizado por dos amigos suyos, los por aquel entonces desconocidos hermanos Owen y Luke Wilson. Dos años más tarde se animó a alargar el metraje a una hora y media para completar su ópera prima del mismo título, Bottle Rocket (1996). Su buen hacer y sobre todo su espíritu de creador independiente, le permitieron contar con Bill Murray para su siguiente proyecto, Academia Rushmore (1998), una pequeña y sencilla película en la que ya se encuentran encapsulados los tics y las manías de Anderson, pero en la que también podemos ver su facilidad para exponer y desarrollar personajes y sus ganas por imponer su arrolladora personalidad en la puesta en escena.

Del trabajo de Bill Murray en Academia Rushmore salieron varias nominaciones de diferentes premios, incluida una en los Globos de Oro. Para su siguiente película, Anderson pudo contar con el mítico Gene Hackman o Anjelica Huston, quien junto al propio Bill Murray, y de nuevo los hermanos Wilson, conformarían el núcleo principal del acostumbrado elenco al que Anderson recurriría una y otra vez para consolidar su universo personal. La película en cuestión es Los Tenembaum. Una Familia de Genios (The Royal Tenembaums, 2001), sin duda la cinta que le catapultaría a la fama gracias a las nominaciones en Globos de Oro y Oscar, a las excelentes críticas recibidas, y sorprendentemente a sus altísimas cifras de recaudación en taquilla (más de 52 millones de dólares solo en Estados Unidos). En Los Tenembaum Anderson lleva al extremo las formas de Academia Rushmore, y añade un plano de exploración interior a sus elaborados personajes a través del conflicto emocional que dota a la película de la entereza que le faltaba a su obra anterior. La presencia de esos tics y manías antes mencionados, llevados también al extremo aquí, terminan por conformar una excéntrica fantasía sustentada en las amaneradas interpretaciones del estelar reparto, que se constituye como una mirada triste –y ciertamente surrealista- a las aparentemente importantes pero en realidad frágiles relaciones familiares y a las convenciones que las rodean.

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Tres años después Anderson volvería con Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004), un film en el que delega todo el peso a Bill Murray y que tal vez por eso sufre menos el manierismo de su director, dando como resultado una obra más equilibrada que las anteriores, y por tanto un paso adelante en su evolución como cineasta. Anderson parecía darse cuenta de lo peligroso que podía resultar abusar de una falta de expresividad que, de minimalista, se volvía cargante, y se apoya más en las interpretaciones de sus actores y en inteligentes soluciones de guión para ensamblar un relato demasiado divertido para ser del todo trágico y demasiado ligero para ser profundo, algo que a unos les pareció brillante y a otros decepcionante.

Es en 2007 cuando se estrena Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited), para un servidor la obra cúspide en la filmografía de Anderson. Por fin el director tejano encuentra aquí el cauce idóneo para que funcione expresivamente su particular estilo de puesta en escena, tan claramente radical, tan personalísimo. En Viaje a Darjeeling, Wes Anderson ya no es el protagonista, la película adquiere peso por sí misma, los personajes son más reales que nunca y las diferentes subtramas fluyen libres por el relato, perfilando a retazos el fragmento de vida que se nos muestra de los tres hermanos protagonistas. Es en este film en el que Anderson por fin construye un relato en clave existencialista sin tapujos, retratando con certeza la condición humana a través del conflicto cercano al espectador; emociona y hace reír al mismo tiempo y sin artificios, y lleva hasta el final de sus consecuencias –siempre de manera natural– un discurso sobre la introspección individual y familiar y sobre el conocimiento de la propia persona.

Dos años más tarde Anderson lleva a cabo un proyecto desconcertante y merecidamente aplaudido, Fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009), una película de animación realizada en stop-motion y protagonizada por animales que se ven enredados en los conflictos de relaciones típicos de la comedia screwball clásica, basada en un cuento infantil del genial Roald Dahl. Pero no estamos ante una película para niños, Fantástico Sr. Fox es más bien una fábula para adultos en la que la oscura atmósfera y los constantes paralelismos de la vida animal con la sociedad humana conforman un subtexto rico y a la vez ácido, narrado con una puesta en escena adaptada a la animación de manera original.

La experiencia como artista que había ido adquiriendo a lo largo de su trayectoria le hizo progresar adecuadamente paso a paso, puliendo su forma de expresarse poco a poco y madurando sus inquietudes película a película. Y así fue como en su mejor momento de forma concibió Moonrise Kingdom (2012), la sublimación de su estilo formal y de los temas que siempre le habían obsesionado, y el punto de encuentro definitivo entre público y crítica, alcanzando el reconocimiento unánime en el mundo del cine como uno de los mejores directores vivos. Moonrise Kingdom no solo es una película preciosa en su superficie, perfecta en su ejecución formal, sino que embriaga inteligentemente al espectador una vez más entre las emociones y las risas; se trata de una obra cuyo universal discurso sobre el amor y la libertad trasciende la pompa de mágico infantilismo que cubre todo el relato, se trata del Wes Anderson más creativo y el más resolutivo.

ESPECIAL DIRECTORES DE OSCAR: WES ANDERSON

El Gran Hotel Budapest

Llegado a este punto parecía difícil aventurar cuál iba a ser el siguiente paso de Anderson; él mismo se lo había puesto complicado. Sí que lo tenía más fácil que nunca para satisfacer a su público, al que ya había enseñado a ver sus películas, a leer sus discursos cinematográficos. Ya no era un nerd que hacía un cine rocambolesco para impresionar a las élites de la crítica, sino que era el director de moda elegido para encabezar en el cine el resurgir del movimiento kitsch de los últimos años, tan pretendidamente hipster, tan pedantemente impuesto, tan fácilmente encasillable –os propongo algo: buscad la palabra “vintage” en Google Imágenes y con lo que veis pensad en un director de cine–. El miedo que muchos teníamos era que Anderson cayera en la trampa de aceptar tal (des)honor, precisamente lo que acabó ocurriendo en 2014 con El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel).

Inspirada libremente en los escritos del genio austro-húngaro Stefan Zweig, la película inventa repúblicas imaginarias y levantamientos fascistas en el este de Europa en una hipotética primera mitad de siglo XX, clara analogía del alzamiento nacionalsocialista, como contexto para contar una historia de arquetipos buenos y malos caricaturizados hasta la vergüenza ajena, y de paso hacer una sutil y amarga crítica de unos hechos históricos que blablablá. Ya sabéis como va esto, lo habéis visto en mil películas, y Anderson se limita a llenar su casa de muñecas con más de lo mismo. Definitivamente estamos ante la típica película de Anderson que esperábamos ver, y eso es lo malo, no hay ideas nuevas, no hay más vueltas de tuerca, no hay sorpresas absolutamente en ningún momento de la trama, y desde luego es tan bonita y tan dulce como puede ser cada película de Anderson, pero ya está. Y la prueba más certera de que estamos ante el producto más convencional y de más fácil elaboración de este director es precisamente que ha sido por fin nominado al Oscar a Mejor Director, y El Gran Hotel Budapest nominada a Mejor Película, un síntoma más que obvio del amaestramiento comercial de un director diferente que buscaba ir siempre más allá con sus obras, creaciones que se expresaban por él.

El caso de Anderson me recuerda tristemente al de Quentin Tarantino, otro libre creador que se creyó su propio mito tanto que dejó de exigirse a sí mismo, encerrándose en su particular estilo que ya empezaba a resultar monótono y manido, y cuando se decidió a abordar la II Guerra Mundial acabó entregando la película que todos esperaban: el público encantado, la crítica deshecha en elogios y los Oscar le nominan por vez primera a Mejor Director. Por supuesto no le conceden la estatuilla, se trata solamente de un truco para domar a un cineasta diferente, y enseñarle cómo tiene que hacer las cosas. La siguiente película de Tarantino fue una decepcionante, obvia y nuevamente nominada incursión en otra época histórica, subrayando aún más a través de sus cansinas manías formales que su puesta en escena carece ya de inventiva alguna. Espero equivocarme cuando me temo que el cine de Wes Anderson tomará a partir de ahora la misma dirección, pero el propio director ha anunciado ya el argumento del nuevo proyecto en el que está trabajando: una película de animación en stop-motion, inspirada en El Oro de Nápoles (1954) de Vittorio De Sica, que contará en clave de comedia la historia de varios personajes al estilo de las comedias de enredo clásicas. ¿Les suena de algo?

Alexis Rodríguez (@AlexDeLargo)

@ColumnaZeroCine

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