
Cuando Spike Jonze estrenó Her (2013), su último trabajo hasta la fecha, toda la expectación en torno a la película se centraba en el personaje de Samantha, el sistema operativo de inteligencia artificial del que se enamora Theodore, el protagonista. Los robots y androides con personalidad han terminado por convertirse en un cliché del género de ciencia-ficción en el cine gracias a las enormes posibilidades que brinda a un guionista el tener un personaje que no puede sentir, libre de emociones y prejuicios, y que lo ve todo desde una óptica puramente racional, en medio de una sociedad humana a la que es muy fácil sacarle los colores. La tradición del género manda además utilizar semejante personaje como herramienta de terror –podemos considerar a Ian Holm en Alien, el Octavo Pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) el referente indiscutible–, como villano de fuerza e inteligencia sobrehumana –ahí están los Rutger Hauer de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Arnold Schwarzenegger de Terminator (James Cameron, 1984) – y por supuesto como herramienta de crítica social aprovechando la inocente mirada de una máquina que no entiende de convenciones –desde el Robin Williams de El Hombre Bicentenario (Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999) hasta el Haley Joel Osment de Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001) –, pero Spike Jonze decidió integrar todas estas características y además esconderlas en el personaje de Samantha, que es un aparato más inteligente que los humanos y de una manera imparcial, pero que trata de disimularlo para agradar a su dueño, algo que traerá consecuencias terroríficas a lo largo del film.
Sin duda, Samantha es un personaje interesante por su profundidad y por el largo recorrido que tendrá en la película, pero lo es aún más gracias a un pequeño detalle: no posee apariencia física. La curva de desarrollo emocional de Samantha, así como su evolución gradual mientras conoce gracias a Theodore aquello que no podrá experimentar jamás, la percibimos únicamente gracias a su voz. Nos damos cuenta de cómo se siente, nos entristece, nos emociona, nos hace reír e incluso nos hace partícipes de su orgasmo – ¿acaso la escena de sexo mejor filmada de los últimos 10 años, desde aquella en Una Historia de Violencia (A History of Violence, David Cronenberg, 2005)? – solo con el uso de la voz. Parece obligado en medio de esta aglomeración de citas acordarnos de Douglas Rain, quien dio voz al que probablemente sea el robot más famoso de la historia del cine, y que tampoco poseía apariencia física alguna más allá de una aséptica lucecita roja que con el tiempo ha ido adquiriendo connotaciones terroríficas. Me estoy refiriendo, claro está, a HAL 9000, la computadora que pilota el Discovery One en 2001: Una Odisea en el Espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), origen simbólico de un ciclo que Spike Jonze cierra de alguna manera con Her. Obviamente Jonze era consciente de las inevitables comparaciones que provocaría el personaje de Samantha con HAL, de modo que colocó a su robot en el extremo opuesto del otro: la calidez y (falsa) humanidad que nos transmite la voz de Samantha se encuentran en las antípodas del impasible discurso quirúrgico y neutro de HAL 9000. Cuando Samantha discute con Theodore, pensamos que podría equivocarse, que sus dudas y sus tonos van cargados de segundas intenciones, que se sentirá orgullosa o dolida según lo que le diga Theodore, pensamos que es una persona más al otro lado de la máquina.
Y así es como, fuera de la diégesis narrativa, Scarlett Johansson (la voz de Samantha) suscitaba mucha más expectación que Joaquin Phoenix (quien da vida a Theodore) en los eventos promocionales de la película, en las críticas y los artículos periodísticos, y finalmente en los rumores de nominaciones llegada la temporada de premios. Efectivamente, el personaje que Johansson tiene entre sus manos le permite robar por completo la película a Phoenix –quien realiza un trabajo colosal una vez más, por cierto–, y el debate que se abrió en su momento en el mundo del cine puso de relevancia para el mundo entero, sin previo aviso y sin quererlo siquiera, la importancia de la voz como recurso interpretativo del actor. Quiero detenerme un momento y referirme a la polémica sobre si Scarlett Johansson debería haber sido al menos nominada a algún premio de interpretación por su trabajo, pues me parece absurdo tan solo considerarlo. Johansson hizo la “interpretación” del papel de Samantha, sí, pero si queremos hablar con propiedad deberíamos hablar de “doblaje”.
El doblaje es ese ángulo muerto del mundo del cine (no solo del cine en España y Latinoamérica, pero sí especialmente), donde a ningún cinéfilo hispanoparlante le gusta asomarse cuando se habla de cine, que no terminará de resolverse en la única e inevitable dirección posible hasta que no cambie de base la mentalidad de los ciudadanos respecto al idioma extranjero, algo que en todo caso pasa por una educación lingüística mejor y más temprana, con independencia de las televisiones a quienes no se les debería rendir cuentas al respecto por no haber ofrecido antes un producto que la audiencia no demandaba. En cualquier caso, y dejando claro que Scarlett Johansson realizó un gran trabajo de doblaje para el personaje de Samantha en Her, nunca podríamos ponerlo por encima de Douglas Rain haciendo de HAL 9000, o del extraño caso de James Earl Jones, quien puso voz a Darth Vader en todas las películas de la saga Star Wars independientemente del actor o especialista para las escenas de acción que estuviera bajo el traje.
¿Qué hay de Tom Hanks y Tim Allen dando vida a Woody y Buzz en Toy Story (John Lasseter, 1995), dibujos animados digitalmente pero que transmiten mucho más que la mayoría de actores en películas de imagen real? ¿Y qué pasa con la fantástica caracterización de Jeremy Irons y Rowan Atkinson doblando a Scar y Zazú respectivamente en El Rey León (The Lion King, Minkoff & Allers, 1994)? ¿Por qué no salió el mismo debate cuando Robin Williams dobló al genio de Aladdín (Musker & Clements, 1992), puede que la mejor interpretación basada solo en la voz de la historia del cine? Claro que el doblaje es parte fundamental del cine, y no debemos caer en el error de vilipendiarlo y condenarlo sin más, pero si hay algo que demuestra el doblaje es precisamente la importancia capital de la voz como elemento de trabajo del actor original, y esto es algo que siempre debería respetarse en la distribución internacional de cine.
También podemos tratar el caso inverso, personajes que privan al actor de la posibilidad de utilizar el recurso de la voz y le llevan a valerse solamente de su cuerpo para transmitirnos su mundo interior en toda su complejidad. Son estos los casos que me parecen más especiales, no solo equiparables sino incluso más remarcables que aquellas interpretaciones basadas solo en el uso de la voz. Según en qué condiciones tecnológicas fuera grabada la película, podemos incluir en este grupo, por un lado, a todas las interpretaciones procedentes del cine mudo –parece una obviedad hoy en día, pero realmente hay que detenerse a pensar en todo lo que llegan a expresarnos los actores solo con su cuerpo en esta época del cine–, y por otro lado, a aquellas interpretaciones de personajes del cine sonoro que no poseen la facultad de hablar. Y precisamente algunos de los trabajos más memorables en este último sentido sí que han sido debidamente nominados y premiados en diferentes categorías de interpretación.
Uno de los más memorables, y que resulta sin duda paradigmático en este sentido, es el alarde interpretativo que Holly Hunter compuso para El Piano (The Piano, Jane Campion, 1993), un bello drama romántico en el que la actriz estadounidense se pone en la piel de una mujer muda, madre de una niña y recién enviudada, con el que ganó el Oscar a Mejor Actriz Protagonista. Hunter se sirve de la mirada más que de su cuerpo para invitarnos a imaginar qué es lo que está pensando en cada momento de su romance clandestino con Harvey Keitel, además de expresarse a través de la música que toca con el piano que este hombre está utilizando para chantajearla. Menos famoso es el caso de Marlee Matlin, quien también ganara el Oscar por su trabajo en Hijos de un Dios Menor (Children of a Lesser God, Randa Haines, 1986), una alumna de un colegio para sordos que inicia una relación con su profesor, interpretado por William Hurt. Nótese que en ambas películas en las que una actriz gana el Oscar sin decir una sola palabra tenemos a una mujer dirigiendo detrás de las cámaras. El caso de Randa Haines, que ganó en 1987 el Oso de Plata en el Festival Internacional de Berlín por esta misma película, es especialmente particular ya que después de dirigir a Matlin haciendo de alumna sordomuda quiso darle una vuelta de tuerca más al asunto con su siguiente obra, El Doctor (The Doctor, Randa Haines, 1991), en la que el mismo William Hurt –que ya había aprendido el idioma de signos para la película anterior– encarna a un laringólogo que pierde la voz cuando le diagnostican un cáncer en la garganta, y realiza una composición de su personaje tan excelente como acostumbra este gran actor.
En definitiva, la voz vendría a ser el recurso interpretativo del actor que menos valora el espectador medio cuando está viendo una película, de hecho en los países hispanoparlantes crecemos viendo el cine doblado y relacionamos la voz de cada actor de doblaje con un puñado de actores y actrices, y para nosotros esa es la voz del actor, ni más ni menos. Con esto ya estamos viendo solamente una parte del trabajo que ese actor hizo para la película, solo estamos entendiendo al personaje a medias, no estamos experimentando completamente su cambio. Es algo sensitivo, es algo que está ahí y de lo que no nos damos cuenta si no nos paramos a pensar en ello (como ocurre con todo el sonido de una película en general: si está bien hecho pasará desapercibido, si está mal hecho lo notaremos). Cuando nos acercamos a una película como Her nos maravilla todo lo que puede transmitirnos una voz y al mismo tiempo nos desconcierta comprobar, cosas que tiene el cine, que podemos llegar a sentirnos identificados con un sistema operativo atrapado en la soledad de una relación en la que falta el contacto e, irónicamente, sobran las palabras.
Alexis Rodríguez (@AlexDeLargo)
@ColumnaZeroCine