
Redescubrir a papá.
La última película de Alexander Payne, el director de esa maravilla llamada “Los descendientes” (2011) es una gran oda a los orígenes. A los orígenes de Estados Unidos especialmente y a las pequeñas historias del pasado. Un pasado que precisamente el estado de Nebraska representa perfectamente, no sólo por ser uno de esos lugares alejados de las grandes postales y del que apenas sabemos algo, sino porque también, de alguna manera, representa los valores conservadores americanos y la verdadera tradición del país.
Nebraska cuenta la historia de Woody Grant (Bruce Dern), un hombre mayor, jubilado, que tiene cual Don Quijote la ensoñación de ser el ganador de un millón de dólares. Su hijo, David (Will Forte), decide en un momento determinado acompañar a su padre a por tal “fortuna” ya que confía en que el viaje le haga darse cuenta de que en verdad no ha ganado nada. Sin embargo, lo que David no sabe y que descubrirá al mismo tiempo que el espectador es que ese viaje acabará por enseñarle quién era realmente su padre, al igual que para Will quién es realmente su hijo.
Más allá de los valores paterno-filiales de la película, que están tratados con suma delicadeza y que se alejan un poco de los típicamente ñoños de las películas hollywoodienses, Nebraska es un largometraje que no cuenta más que el estado en que se encuentra EE.UU. ahora mismo, un país que ha perdido el valor de la tradición y que realmente es incapaz de entender su pasado más inmediato.

Alexander Payne rueda la película con mimo y respetando profundamente lo que estos valores significan para tanta gente, incluso para sí mismo. En Los Descendientes la importancia del núcleo familiar salvaba a su protagonista y lo redimía. De alguna manera, lo mismo sucede con Nebraska. David, cual Sancho Panza, es incapaz de darse cuenta de lo que este viaje realmente significa para su padre hasta que lo empieza a conocer mejor. Volver a Nebraska no es más que volver a los orígenes de su familia, al lugar donde empezó todo, donde vivieron sus padres, donde se conocieron y donde hicieron su vida. Un lugar que abandonaron al poco tiempo de él nacer y al que nunca más volvieron. Y Alexander Payne se da cuenta de que estos sitios, donde se forjan las cosas, los que definen nuestra propia identidad, los que creemos olvidados son vitales tanto para entendernos a nosotros mismos como para hacernos entender.
Para ello, el director no sólo emplea el blanco y negro como algo típicamente artístico, sino que lo hace también para remarcar esta vuelta a los orígenes que está sugiriendo. Claro está que su uso también crea otros efectos ya que cambia la manera que tiene el espectador de observar el contenido de las escenas, pero formalmente también implica una idea vieja usada a conciencia ahora. Al mismo tiempo, Payne también emplea un montaje típicamente del Hollywood clásico, con cortinillas incluidas, lo que enfatiza más si cabe esta propuesta.
En definitiva, la vida del pueblo al que David y Will acuden para ver a los tíos del primero y al hermano del segundo representa a su vez a todos esos americanos que saben que su país ya ha perdido sus señas de identidad. Son especialmente interesantes esas escenas en las que comprobamos las conversaciones huecas de los pueblerinos, el poco ansia con la que los amigos del tío de David se sientan en el salón de su casa para ver un partido de fútbol o las ganas que tiene todo el pueblo de conseguir un pequeño trozo del pastel de millón de dólares que Will dice poseer. El pueblo y el padre con sus pros y sus contras, forman parte de la vida de Will y este re descubrimiento suyo juega de alguna manera un papel doble: el pueblo como ascendencia y tradición; es decir, el pueblo como padre.
Martín Villares